miércoles, 31 de octubre de 2018

Cuaderno de campo

Cuando abro este libro, este poemario, y veo que está dedicado “A mis abuelos” ya estoy predispuesta a que me guste. Y estoy esperando el colmarme de emoción y cariño.
Pero paso la hoja y me encuentro con ella, con Emily Dickinson: “Él fue el átomo a quien preferí entre toda la arcilla de que están hechos los hombres”, y ya no tengo dudas de que algo bueno me está esperando entre sus páginas.
Manos asperas y tiernas, manos doloridas, espaldas dobladas por el esfuerzo de subir y bajar una y otra vez recogiendo los frutos de una tierra que solo es generosa cuando se ha trabajado.
Algo así tiene que ser el hogar:
Oír fandangos mientras las ovejas van
tras sus corderos
Rebuscar con los dedos las raíces
Ofrecer a los tubérculos los tobillos.
Convertir la voz en ternura
y en presa
Prometerme una y otra vez
que nunca escribiré en vano
un libro con las mismas
manchas.

Olores antiguos, sangre en la boca, rituales casi olvidados, la vida y la muerte entrelazadas como parte de un solo ser, como ha sido siempre, aunque lo hayamos olvidado.
Y la casa, cuatro paredes hacen un hogar cuando está poblado de gente con la que contar, que lo mismo recogen patatas, que ayudan a parir a las vacas, acarician la cabeza de los niños, les curan las heridas o matan un cordero. Sin ostentación. Sin drama.
Todo esto me he encontrado. Y mucho talento. 
Poemas y escritos desgarradores y tiernos que te recuerdan lo que fuimos… Y lo que perdimos.

LA ÚLTIMA HERIDA.

AQUÍ
a los que no ven el mar
se les reconoce
porque siempre
llevan
una espiga
clavada
en el pecho.

 SLHLT

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