<< Nos
decían que las abejas estaban desapareciendo, pero algunas mañanas hay tantas
que si salimos de la cabaña tenemos que caminar con la boca y los ojos cerrados
para que no se nos metan en ellos. En realidad, ya salgo yo sola, si no queda
otro remedio, porque la última vez que lo hicimos los dos al niño se le
introdujeron siete u ocho por las mangas y el cuello de la camisa y le clavaron
los aguijones en los brazos y en el pecho. Primero gritó muy fuerte, un solo
grito que parecía más de sorpresa que de dolor. Luego rompió a llorar. Sus
ataques de llanto no suelen durar mucho. Además, se quedó muy impresionado
cuando escupí en la tierra y formé un barrillo con los dedos que, después de
extraer los aguijones con las uñas, apliqué sobre las picaduras. Para que el
barro chupe el veneno, le expliqué. Desde entonces el niño se queda en la
cabaña, con la frente pegada a la ventana, si tengo que salir en medio de la
nube de abejas a cortar leña o a desatascar de lodo el desagüe roto que va a la
fosa séptica. Aunque lo remiendo una y otra vez, el caño está partido por
tantos sitios que el barro termina por entrar y se solidifica en su interior,
provocando el atasco del retrete >>.
No sabemos sus nombres. No llegaron juntos a la cabaña. Antes hubo otros allí, pero se fueron dejando los armarios llenos. Un día apareció el niño, como si nada. No habla. Pero se comunica.
A veces también hay un hombre. Trae provisiones. Pasa la noche… Pero nunca se queda.
Algo ocurre en las ciudades, se siente en el aire, en el cielo, a lo lejos. Antes siempre estaban mudas.
A esta historia hay que llegar sin saber demasiado.
Es una extraña distopía donde lo
que no sabemos es tan importante como lo que descubrimos.
Ha sido una de las mejores lecturas del año. No la dejéis pasar.
SLHLT