<<Sin amor no merece la pena vivir>>
Solo cuando Bruna Husky se
siente amada olvida su condena: tres años, tres meses y diecisiete días.
La androide de combate
ha pasado la noche en casa del inspector Paul Lizard. Pero al despertar comienzan
a acecharla todas sus inseguridades y vuelve a ser consciente de que el tiempo
que le queda se le escapa entre los dedos.
Están viviendo tiempos
convulsos: ataques terroristas, guerras entre estados, insatisfacción
ciudadana, el precio del aire y del agua limpios no paran de crecer, hombres de
negocios desafían al estado con millones y discursos cargados de odio, y la
tecnología lo invade todo en un mundo donde el ser humano ya no sabe envejecer.
Suena el timbre de la puerta
y un robot de mensajería le entrega a Lizard un extraño pauqete: un rectángulo
de piel humana envuelto en papel de seda con dos palabras tatuadas: Paul
Lizard.
Esa será la última vez
que se le vea. Nadie sabe dónde está. Horas después aparecerá en las pantallas
junto a otros rehenes: el EJI lo ha secuestrado e irá ejecutando cada día a uno
de ellos hasta que se cumplan sus peticiones.
Así comienza la tercera
parte de esta trilogía de Bruna Husky, donde la androide luchará con uñas y
dientes para encontrar y salvar a Lizard, aunque se deje la vida en ello.
Además de Bartolo, Yiannis y la niña rusa, en esta entrega aparecerán nuevos
personajes Ángela, Aznárez, Emma… No los perdáis de vista.
¿Será este el fin de
nuestra querida androide?
Vas a tener que leerlo
para averiguarlo.
En un momento de la trama
Bruna recuerda una historia que le contó Yiannis. A mí me erizó la piel mientras
el corazón se me desbocaba, por eso y porque un ejemplo de este calibre no
viene nada mal en los tiempos extraños que nos ha tocado vivir, quiero
compartirla con vosotros:
<<Sucedió a raíz de una antigua guerra civil
que hubo en España como a mediados del siglo XX y que fue ganada por un
dictador. Un buen número de los vencidos fueron destinados como prisioneros
políticos a trabajos forzosos en las minas de la zona de Asturias, y en los
primeros momentos de la posguerra hubo un grupo de matones partidarios del
dictador que bajaban de cuando en cuando a la mina más grande, colocaban en
fila a todos los prisioneros, les hacían numerarse y luego señalaban a unos
cuantos al azar y les decían que dijeran un número. Al desgraciado que
coincidía con el número mencionado, lo sacaban de la formación y lo fusilaban.
Pero lo más conmovedor era que, en más de una ocasión, el prisionero al que
preguntaban contestaba dando su propio número y, por consiguiente, condenándose
a una muerte segura.
-
Imagínate
qué juego tan eficaz y perverso – había comentado Yiannis-. Porque, por un
lado, los mejores de entre todos los prisioneros, los más valientes, los más
generosos, los más difíciles de quebrantar, daban su propio número y por lo
tanto eran eliminados; y, por el otro lado, los demás, los que daban el número
de un compañero, quedaban destrozados para siempre. Sí, parece un mecanismo de
represión perfecto, y sin embargo… Sin embargo, y creo que los verdugos no
tenían en cuenta algo esencial, que es el ejemplo de entereza y heroicidad que ofrecía
el compañero que se inmolaba. Cuando alguien ha muerto por ti, y evidentemente
todos les debían la vida a ese héroes porque no habían dado sus números; cuando
alguien ha muero por ti, repito, sin duda te sientes de algún modo obligado a
ser mejor. A mantener tu existencia a la altura de ese regalo colosal. Así que,
aunque los mejores fueron eliminados, su ejemplo tuvo que reforzar la dignidad
de los que quedaban. Lo verdaderamente destructivo, lo que les habría
aniquilado como personas, hubiera sido que todos dieran el número de un
compañero…>>.
SLHLT