Hubo un tiempo en que el ferrocarril era el motor del cambio y
la única forma de comunicar los continentes de norte a sur y de este a oeste. Y
alguien tenía que construirlos y trazar sobre la tierra los surcos que
llevarían el futuro a los más recónditos parajes del planeta. Los empleados de
las compañías viajaban en el tren durante casi todo el año con la casa a
cuestas, familias enteras ocupaban vagones haciéndolos su hogar. Cuando se
establecían durante unos meses en un lugar, las mujeres ponían plantas en las
ventanas y compraban pájaros para alegrar sus mañanas. Los niños de la zona,
muchos de ellos hijos de temporeros, junto con los hijos de los empleados en la
construcción de las vías, acudían al vagón escuela a aprender las cuatro reglas
y todo lo que los maestros les pudieran enseñar.
Ikal fue
uno de esos niños. Uno de los niños de la escuela de Don Ernesto. Un maestro que escuchaba y atendía a sus alumnos con
la entrega y la pasión de los que creen en su trabajo y de los que miran a sus
alumnos no solo como lo que son, sino como la promesa de lo que podrían llegar
a ser. Alguien que los quiere, les enseña y los cuida.
Ikal, su
fiel compañero Quetzal, y sus amigos:
Chico, Tuerto y Valeria, descubrirán,
a la sombra del vagón de Don Ernesto,
lo dura que la vida puede llegar a ser para los que no tienen nada. Pero
también aprenderán que, como los pájaros, la fuerza está en sus alas y no en la
rama en la que se apoyan para coger impulso.
Muchos años después, Hugo
Valenzuela, inspector de educación, recibe el encargo de hacer un informe
para cerrar el último de aquellos vagones escuela. Con ese expediente se
cerrará una época y se pondrá fin a una antigua ley, en aras del progreso y la
modernidad… Parece un informe cualquiera, un informe más que ha de resolver con
rapidez y eficacia antes de tomarse unas merecidas vacaciones. Pero al revisar
los papeles, Hugo se encuentra con
una foto que hará temblar sus cimientos.
Ikal y Hugo cruzarán sus caminos y, como si de
un choque de trenes se tratará, les cambiará la vida.
A veces la casualidad hace que te encuentres pequeñas joyas. Y
esto es lo que me ha ocurrido a mí con El último vagón. Se trata de una historia
cruda y tierna a la vez, como la vida a veces. Donde la esperanza aparece entre
las grietas del hormigón, como las malas hierbas, para salvar a los perdedores,
a los que olvidaron para poder avanzar y a los que nunca se rindieron, aunque
pudieran creerlos locos.
Pura emoción.
Es pénjamo.
SLHLT
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