Los vehículos que apenas se movían, dejan de hacerlo por
completo. Y lo que pudo haber sido un atasco como el de cualquier otro domingo,
se convierte en algo más. Los minutos de espera se transforman en horas. La gente
sale de sus coches y empieza a especular y a hablar con sus vecinos sobre
ruedas. Los más osados se atreven a avanzar a pie sobre el asfalto abrasador y
entre las hileras de coches recalentados, en busca de noticias.
Nadie sabe nada. Nadie se mueve. Van a pasar allí la noche, les
guste o no.
Sale el sol y hasta que vuelve a ponerse, solamente han avanzado
unos pocos metros. ¿Qué habrá podido pasar? Pronto llegarán refuerzos. Mientras
tantos, algunos se erigen en líderes y buscan agua y comida para los niños y
los ancianos, y se van organizando en grupos.
Los días pasan y el sol ya no calienta. Se establecen
jerarquías, se hacen amigos, se cuida de los más débiles y se llevan a cabo
expediciones por los alrededores en busca de comida y agua. Cada uno asume su
rol. Y la vida, el amor y la muerte van pasando sin percatarse de la
inmovilidad reinante.
Pero todo lo que empieza, termina. Y, casi como por arte de
magia, los coches vuelven a moverse. Primero avanzan lentamente. Todos juntos.
Poco a poco. Pero a medida que van subiendo las marchas y el tráfico es fluye,
los grupos se pierden, al mirar por la ventanilla ya no reconocen a sus vecinos
de automóvil… La vida sigue. Avanza. Inexorablemente. No hay vuelta atrás.
Este relato corto es una metáfora asfixiante sobre las vidas que
vivimos sin darnos cuenta, atrapados en una rueda de hámster día tras día, y sin
poder parar a reflexionar qué pasaría si nos apeásemos.
A mí me ha recordado a ese verano de la adolescencia que
idealizas como el mejor de tu vida y que te hace esbozar una sonrisa cuando lo
evocas. Esa posibilidad de ser otro tú durante un campamento de verano o un
intercambio de idiomas. Y ese choque con la realidad de encontrarte con tu yo
de siempre al volver a casa.
SLHLT
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