<<Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos. Adolescentes con la piel gris a los que les faltaban dientes, que olían a amoniaco y a orina. Flanqueaban con sus escorzos la salida del metro de San Blas, en la calle Amposta y las praderitas del parque El Paraíso como cristos de Mantegna. Cubiertos de agujas como San Sebastián. Sentados o tendidos de cualquier manera. Moviéndose apenas, lentos y sincopados como muñecos rotos. Con la sonrisa elevada de los crucificados. Indefensos, pero ya flotando en lugares donde nada podía tocarlos. Los vi brotar y hacerse cada vez más lentos hasta alcanzar la quietud final y descomponerse en el fango que se acumulaba en nuestro barrio con nombre de santo, pero dejado de la mano de Dios.>>
San Blas, en los años 80 del siglo XX, era como tantos otros barrios obreros de la época. Como el mío. La heroína acabando con toda una generación, agujas y cucharillas en los portales, inseguridad, machismo y violencia estructural, gritos y golpes detrás de las puertas de muchos rellanos, huelgas, piquetes, ruido y niños criándose en la calle. Un mundo hostil para casi todos, donde era común escuchar a los hombres decir en el bar que era mejor tener un hijo drogadicto, que maricón.
Este es el escenario en el que creció la protagonista de esta historia. Una niña que muy pronto descubrió que había algo raro en ella. Que el cuerpo que habitaba no le correspondía y que eso no era bueno. Lo sabía, aunque nadie se lo hubiera dicho. Era algo que se notaba en las palabras susurradas, en los comentarios hacia algunas mujeres del barrio, en lo que los demás esperaban de alguien como ella, como el niño que los demás creían que era.
El miedo se presentó muy pronto. El desastre estaba tan solo a un endeble pestillo de distancia. Mientras que, tras la puerta del baño ensayaba maquillajes imposibles y coreografías de Madonna, de puertas para fuera tuvo que aprender a modelarse para los demás, a masculinizarse, a impostar la voz, a caminar, a sentarse y a moverse como lo hacían los hombres que lo rodeaban.
Pero esa doble existencia, ese negarse a sí misma, ese sentirse defectuosa, ese vivir mintiendo se volvió insostenible al crecer. Conocer a Jay fue un soplo de aire fresco y la primera vez que se sintió libre. Pero la clandestinidad está llena de ojos. Y los descuidos se pagan. ¡Vaya que si se pagan!
La mala costumbre es una historia conmovedora y dura que retrata un mundo, el nuestro, en el que arrinconamos, ignoramos y maltratados al diferente. Un mundo tremendamente hostil para los que no son como nosotros. Un mundo que hay que cambiar. Y en el que el cambio comienza cuando nos paramos a escuchar al otro y le hacemos un hueco a nuestro lado.
<<No tenía nombre, pero existía. Habitaba mi propia leyenda, no tenía nombre, pero era Hécuba triunfante, Casandra, Carmilla, Afuera en el Cobertizo, la madrasta de Blancanieves, la Bikina, la Llorona, La Dama del Lago, Afrodita, Cristina Ortiz, Roberta Marrero, sor Juana Inés y la Reina de Mayo. Era todas las mujeres.>>
Simplemente maravillosa.
Tenéis que leerla.
SLHLT