El mar me
la trajo. Se puso todo negro y me la trajo. Me cubrió el mar pa darme una hija.
Yo la encontré entre las rocas. Metiduca en una concha de mejillón. Y yo me
agaché. Y yo la arranqué de la roca. Y cuando abrí la concha en lugar d’un
mejillón pequeñuco y arrugao vi aquel feto pequeñuco y arrugao que era esta
cría. Y el mar de dijo <<métetelo>>. Me dijo que me lo metiera pa
dentro de mí. Y yo lo cogí despazuco. Lo arranqué de su concha. Y me lo metí.
Me lo metí dentro. Y luego una ola me lo metió más adentro. Me lo empujó pa
metérmelo a onde se hacen las crías. Y la concha yo la tiré, porque supe que la
concha desde ese momento iba a ser yo. Esta pobre criatura, me la trajo el mar.
Como a la virgen una paloma. Se la arranqué al mar. Y lloro porque algún día me
la arrancará de mí. Lloro porque algún día se la volverá a llevar. Mariuca, mi
corazón, desgracia mía. Ya no sé cómo buscar maneras pa quererte. >>
Mariuca, la niña mejillón, no aparece. Y su hermano, nuestro narrador, sale a buscarla.
Mientras lo hace, recuerda. Y este recuerdo, como la lluvia que lo empapa todo, lo cala y lo atraviesa.
Como un cuchillo. Como los recuerdos. Como el dolor.
La oralidad feroz de Luis Mario lo vuelve todo más áspero y denso, pero también más humano y por momentos, mitológico.
Estáis ante una historia en la que hay gentes que amamantan perros, percebes descomunales y mujeres salvajes encaramadas en la montaña. Una historia que te deja la piel con sabor a sal y a secretos. Y con la certeza en el alma de que justamente es la diferencia lo que nos salva.
Salva a Mariuca.
Y nos salvará a todos.
SLHLT
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