Los sorrentinos eran una pasta redonda,
rellena, que había inventado Umberto, el hermano mayor del Chiche, bautizada en
homenaje a la ciudad de sus padres. El sorrentino no tenía el borde de masa de
los pansotti, ni el relleno de carne de los agnolotti, ni llevaba ricota como
los cappelletti. Era una media esfera con cuerpo, hecha con una masa secreta,
suave como una nube, rellena de queso y jamón.
De vez en cuando aparecía alguien en la
trattoria que tenía el mal gusto de preguntar, con cierto aire superado: “¿El
sorrentino no es lo mismo que un raviol pero redondo?”. Ante esto, las mujeres
de la familia ponían los ojos en blanco y los hombre se reclinaban en sus
sillas y resoplaban. >>
En el corazón de Mar del Plata, una familia de origen italiano regenta un restaurante donde los sorrentinos (esa pasta rellena que no es raviol ni es canelón) son casi una religión.
Pero lo que realmente se cuece entre fogones no es solo comida: son secretos, herencias, silencios, afectos y pequeñas traiciones que se transmiten de generación en generación como una receta imperfecta.
Con una prosa cálida, llena de humor y melancolía, Virginia Higa nos invita a sentarnos a la mesa de los Vespolini y a mirar, desde la cocina, cómo se construyen los afectos. Es una historia sobre lo que se dice y lo que no, sobre los vínculos que se sostienen a pesar de todo, y sobre el modo en que la comida puede ser un idioma propio, una forma de amar.
Simplemente maravillosa.
SLHLT
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