martes, 2 de septiembre de 2025

La postal

<< Mi madre se encendió el primer cigarrillo del día, su preferido, el que te quema los pulmones nada más despertarte. Luego salió de su casa para admirar la blancura que recubría todo el barrio. Durante esa noche habían caído al menos diez centímetros de nieve.

     Se quedó un buen rato fumando fuera, a pesar del frío, para disfrutar de la atmósfera irreal que flotaba en su jardín. Le pareció hermosa toda esa nada, esas líneas y esos colores borrados.

     De repente oyó un ruido amortiguado por la nieve. El cartero acababa de dejar el correo en el suelo, al pie del buzón. Mi madre acudió a recogerlo, poniendo mucho cuidado al pisar para no resbalar.

     Con el cigarrillo entre los labios, cuyo humo se volvía más denso en el aire helado, volvió rápidamente a casa a calentarse los dedos entumecidos por el frío.

     Lanzó una rápida ojeada a los distintos sobres. Estaban las tradicionales tarjetas navideñas, la mayoría, de sus estudiantes de la facultad, una factura de gas y algún que otro follero publicitario. También había cartas para mi padre; los compañeros del CNRS y sus doctorandos le deseaban un feliz año.

     Entre aquella correspondencia, de lo más común dado que estábamos a comienzos de enero, había una sorpresa. La postal. Ahí estaba, con los demás sobres, como si nada, como su se hubiera escondido para pasar inadvertida.

     Lo que intrigó de inmediato a mi madre fue la letra: extraña, torpe, una caligrafía que nunca había vista. Luego leyó los cuatro nombres escritos uno debajo de otro, en forma de lista.

     Ephraïm.

     Emma.

     Noémie.

     Jacques.

     Aquellos cuatro nombres eran los de sus abuelos maternos, su tía y su tío. Los cuatro habían sido deportados antes de que ella naciera. Murieron en Auschwitz en a942. Y resurgían en nuestro buzón sesenta y un años después. Ese lunes 6 de enero de 2003.

     -¿Quién ha podido enviarme este horror? -Se preguntó Léila.

     A mi madre le entró mucho miedo, como si alguien estuviera amenazándola, agazapado entre las tinieblas de un pasado remoto. Le temblaban las manos.

     -¡Mira, Pierre, mira lo que me he encontrado en el correo!

     Mi padre cogió la tarjeta, se la aproximó a la cara para observarla de cerca, pero no llevaba ni firma ni explicación alguna.

     Nada. Solo esos nombres. >>.

Todo empieza con una imagen: la Ópera Garnier en una postal sin firma. En el reverso, cuatro nombres. Cuatro ausencias. Cuatro heridas abiertas. Anne Berest recibe ese mensaje envenenado y decide investigar. Lo que sigue es una novela que se lee como un thriller, pero que duele como una memoria familiar.

Con ayuda de su madre, un detective y un grafólogo, reconstruye el periplo de los Rabinovitch, su familia, desde Rusia hasta Auschwitz, pasando por Letonia, Palestina y París.

El capítulo dedicado a la detención de sus parientes es devastador, pero está contado con una contención que estremece. El tono de thriller no frivoliza, al contrario: da ritmo, tensión y urgencia a una historia que no puede esperar más para ser contada.

Me ha gustado muchísimo.

Me ha conmovido. Me ha hecho pensar en cómo el pasado se filtra en el presente, en cómo una postal puede ser una bomba de relojería. Y en cómo escribir puede ser también una forma de resistir.

SLHLT

 

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