Escupías fuego por la boca
cuando te conocí. Debería haber intuido el peligro: un chico de dieciséis años
sin remera, tomando sorbos de nafta en el medio del campo helado para escupir
llamaradas. El pasto grisáceo estaba cubierto de escarcha, a vos te caía, por
el surco que dejan tus pulmones en tu pecho pálido, un hilo de kerosene.
Brillabas por partes, un Vermeer caprichoso. La noche y la intemperie te quedan
bien, algo de leñador que tenés, una actitud de resolver a la fuerza, a
hachazos.
No sabes muy bien cómo,
te encuentras cuidando los gatitos recién nacidos de un exnovio al que han
ingresado por una crisis psiquiátrica. Su madre te llamó para darte las llaves
de su casa. Ella no quiere hacerse cargo.
Verónica tiene allí
cosas todavía. Pero no ha vuelto. En su lugar estás tú. Y al entrar viste la
sangre.
La gata te ataca. Está
terriblemente protectora con las crías. Y eso te hace recordar a otra madre: la
tuya. La que se suicidó.
A medida que pasan los
días, la casa te va devorando. El pasillo oscuro te asusta. La gata te vigila.
No puedes abrir la lavadora y la puerta del armario se te viene encima.
Noches fuera hasta que
se hace de día. No te concentras y vas a perder lo que te queda de curso cuando
ya estás a punto de acabar la carrera y lo que deberías estar pensando es en
trabajar…
Os encontráis ante una
novela que es puro lirismo áspero, y una especie de diario de pensamientos: a
veces hilados, a veces inconexos, que saltan en el tiempo y que cambian según la
voluntad de sufrir y de modificar los recuerdos que tenga su dueño. Es una
historia sobre la transición a la madurez y la dificultad de cerrar capítulos de
la propia vida, aunque nos hagan terriblemente infelices.
Me ha gustado.
SLHLT
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