“La verdad es que no sé cómo comenzó esta
historia. Papá sin embargo, nos lo había explicado todo un día en la camioneta.
-
Mirad,
en Burundi sucede como en Ruanda. Hay tres grupos diferentes, se llaman etnias.
Los hutus son los más numerosos, son bajitos y tienen la nariz ancha.
-
¿Cómo
Donatien? – le pregunté yo.
- No,
él es zaireño, no es lo mismo. Como nuestro cocinero, Prothé, por ejemplo. También
están los twa, o sea, los pigmeos. Ellos, bueno, dejémoslo, sólo son unos
pocos, digamos que no cuentan. Y luego están los tutsis, como mamá. Son mucho
menos numerosos que los hutus; son altos y flacos, con la nariz más fina y
nunca se sabe lo que les pasa por la cabeza. Tú, Gabriel – añadió mi padre
señalándome con el dedo - , eres un auténtico tutsi, nunca se sabe lo que
piensas.
Tampoco yo sabía qué pensar. Al fin y al
cabo, ¿qué podía pensar uno de todo aquel lío? Así que le pregunté:
- ¿La
guerra entre los tutsis y los hutus es porque no tienen el mismo territorio?
-
No, no
es eso, están en el mismo país.
- Entonces…
¿no hablan la misma lengua?
-
No, la
lengua que hablan es la misma.
- Entonces,
¿es porque no tienen el mismo dios?
-
Sí, sí
tienen el mismo dios.
-
Entonces…
¿por qué están en guerra?
-
Porque
no tiene la misma nariz.”
Gabriel,
muchos años más tarde, desde París, recuerda aquellos días previos a que todo
se convirtiera en sangre, dolor y muerte.
Aquellos tiempos en que la infancia de los niños era posible. Donde
correr por un callejón de Kinanira con la pandilla era natural, donde las
peores travesuras consistían en robar mangos a los vecinos y fumar algún que
otro cigarro a escondidas. Donde los restos de una furgoneta hacían de cuartel
general y cuando Ana aún no dibujaba hombres armados y cuerpos mutilados.
Cuando mamá aún sonreía. Cuando mamá aún era mamá y no aquella mujer
atormentada por las pesadillas del infierno ruandés. Cuando no silbaban las
balas y antes de que todos fueran enemigos y la única salida fuese acabar con
ellos.
En estas páginas Gaël Faye describe, desde el
recuerdo y la nostalgia del que se sabe exiliado, y a través de los ojos de un
niño (que bien pueden haber sido los suyos propios) el final de la inocencia de
la peor de las maneras posibles: con el estallido de la guerra, primero en
Ruanda y luego en Burundi, de hutus contra tutsis.
Ha resultado ser una lectura preciosa, cruda y emocionante. Me
ha gustado muchísimo.
SLHLT
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