La hija de Elena ha
muerto. Dicen que se ha suicidado. Dicen que apareció colgada del campanario de
la iglesia. Pero Elena sabe que eso no es posible. Su hija tenía mucho miedo de
las tormentas. Y ese día llovía. Nunca se habría acercado a la iglesia un día
de lluvia. Y mucho menos habría subido al campanario. Algo le pasó. Algo le
hicieron. Ya se lo dijo a la policía. Pero parece que el caso está cerrado.
Aunque la atienden, es más por respeto a su edad, o por simple pena, que porque
vayan a hacer algo al respecto.
Solo le queda un
recurso. Ha de ir a visitar a alguien a la ciudad. Alguien que le va a confirmar
sus sospechas. Ella sabe que tiene razón, que su hija no se pudo matar, que
quería vivir, pero necesita una confirmación.
Aunque le cueste
trabajo, aunque su cuerpo no le obedezca, aunque casi no le quede dinero, ha de
ir a ver a una mujer. Una mujer a la que solo vio una vez en su vida. Ella
tiene la respuesta.
Lo que en principio
podría parecer una historia con un misterio por desvelar, en realidad es otra
cosa: es la crónica de una enfermedad. Las páginas pasan, las palabras corren y
Elena deja de ser la protagonista. El párkinson le roba su papel, de la misma
manera que le está robando la vida. Y la historia avanza, como Elena hacia su
interlocutora, como la enfermedad convierte el cuerpo en roca, hacia el final
que ella busca… Hacia el final que ella anhela.
Solo alguien que ha
vivido esta enfermedad de cerca podría haber escrito un libro como este. Hay
muchas Elenas con otros nombres. A mí me hizo revivir a la mía y por eso esta
lectura me ha dolido tanto.
A pesar del dolor, me ha
gustado. La autora me ha engatusado, me ha llevado por donde ella ha querido,
como una prestidigitadora que conoce su oficio, y hasta que llegué al final no
entendí que aquello que me estaba enseñando, era el reloj que yo sentía marcar
el pulso en mi muñeca.
Leer a Claudia Piñeiro
siempre es un acierto.
SLHLT
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