Ese verano, el verano siguiente a que lo
despidieran de su trabajo, mi padre sostuvo la economía familiar vendiendo
turboventiladores. Los turboventiladores eran, en aquel entonces, lo más
novedoso que se podía encontrar para aliviar el calor del conurbano bonaerense.
Y ese verano, el verano de 1976, hizo mucho calor en Buenos Aires y sus
alrededores. Nosotros éramos de los que vivíamos en <<sus alrededores>>.
<<Gracias a Dios, hace calor>>, decía mi padre, que no creía en
dios alguno. Yo sí, todavía.
En el
verano de 1976, una niña de 13 años abre los ojos a la realidad del mundo en el
que vive. De un mundo que está cambiando y no para mejor.
Dejar
atrás la infancia muchas veces es darse cuenta de que tu familia es distinta a
la de tus compañeras del colegio. Que en tu casa se dicen otras cosas. Se
escuchan otras cosas… Y que esas cosas es mejor no decirlas en la escuela. Por
si acaso.
Dejar
atrás la infancia también es tener conciencia de las debilidades de tus padres
y de que sus silencios, en ocasiones, tienen mucho más significado que sus
palabras.
Dejar
atrás la infancia es abrir ojos y oídos al mundo de los adultos y comenzar a descifrar
un idioma nuevo que, tras palabras y gestos aparentemente sin importancia, esconde
una realidad diferente.
Dejar
atrás la infancia es aprender que los héroes lo son solo a ratos y que el acto
de un cobarde puede redimirlo.
Dejar
atrás la infancia es aprender a resistir.
La vida es una sucesión de actos miserables
interrumpidos por unos pocos y pequeños actos heroicos, y es en el promedio de
todos ellos donde logramos sentirnos dignos. Donde queremos que al menos un
testigo nos sepa dignos. Aunque no lo seamos.
Probablemente
sea el libro más personal de Claudia
Piñeiro.
Y es
maravilloso.
SLHLT
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